miércoles, 4 de julio de 2012

La impunidad, ¡carajo!

Por Germán Uribe
guribe3@gmail.com


Dedico esta columna a las familias de Rosa Elvira Cely y Luis Andrés Colmenares, clamando porque sus conmovedoras tragedias no queden como tantas otras en la impunidad.


El pasado 25 de julio, luego de seis años de promulgada la Ley de Justicia y Paz, sólo se conocía de una sentencia en firme… Y esto no lo afirma un “bandido narcoterrorista de la Far…”, como suele decir el expresidente Uribe refiriéndose a quien osa opinar contrariando sus palabras o acciones ultraderechistas, o a poner en tela de juicio su calidad de “mejor Presidente que ha tenido Colombia”. Siendo el ideólogo de las variadas normas jurídicas que se implantaron bajo su administración para favorecer no tanto a las víctimas y su sagrado derecho a la justicia y la reparación, como a los victimarios del paramilitarismo para ver si “de pronto”, aunque fuera en apariencia, se desmovilizaban, su recalcitrante postura guerrerista no le deja reconocer el fracaso de tal “estrategia” y menos admitir que aquella “desmovilización” fue sólo un pantallazo propagandístico que los paras acordaron con el gobierno mientras sus tropas se reagrupaban con mayor fuerza y crueldad. Y más adelante, como parte de la maniobra para cubrir el fiasco y seguir engañando, algún avivato uribista dio en llamar a ese mismo paramilitarismo como las “bacrim”. Por ello debemos recurrir al Informe Anual 2011 de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) para refrescarle la memoria y de paso abrirle los ojos al país y especialmente al gobierno del presidente Santos, inclinado como parece estar a sacar cualquier día de estos de su laberíntico bolsillo la llave de la paz que dice guardar con la esperanza de dar comienzo y enrumbar un proceso de paz armónico y duradero para nuestra sangrante Colombia.

De todos los terribles males que aquejan a nuestra patria tales como la pobreza, la desigualdad, los desplazamientos forzados, el narcotráfico, la criminalidad común y, en fin, el conflicto armado y la violencia generalizada, ninguno es más sensible ni más inquietante frente al futuro del país que la institucionalizada violación de los derechos humanos, disparada con cifras aterradoras durante los 8 años de permanencia del gobierno anterior. Y de esta barbarie violatoria de dichos elementales derechos, lo que causa mayor preocupación para que su espectro crezca y se perpetúe, tiene por nombre impunidad, expresión que de tanto manosearse y repetirse hemos relegado en su acepción, para nuestra vergüenza, y de qué manera peligrosa, a una simple queja con tufillo de “cantaleta”.

Es, pues, esta reinante impunidad de la que todos hablamos, la que deviene en combustible para que aquellos males sigan cocinándose en medio de hervores azarosos que terminarán por dar al traste con lo poco que nos queda de país posible y república civilizada.

La CIDH denuncia de nuevo y por enésima vez respecto a la violación de derechos humanos, las prácticas abusivas del fuero militar, las ejecuciones extrajudiciales reconocidas ya como falsos positivos, las insuficiencias del sistema judicial, la corrupción -otro término que también de tan reiterado, está por volverse inocuo-, la discriminación social, las alianzas de la Fuerza Pública con grupos armados ilegales, las desapariciones forzosas, el hacinamiento y las anomalías del régimen carcelario, la utilización para el trabajo y la guerra de la población infantil, las mujeres como objetos de destrucción de su integridad tras la violaciones y su esclavitud, el tráfico de personas y el hostigamiento y muerte de activistas de derechos humanos.

Pero volvamos sobre la impunidad.

Es bien sabido que así como campean y se diseminan y crecen la criminalidad y la corrupción, a nuestros ojos, quién lo creyera, son contados los criminales y los corruptos. ¿Y qué hace que esta aparente contradicción se transforme en axioma? ¡La impunidad!

La impunidad no es otra cosa que la falta de castigo a quien trasgrede la ley, y quien delinque y se sabe de antemano inmune a esta u otra sanción, proclama un “derecho” y un “privilegio” de por sí contagioso en su mundo social. ¿Y qué puede ser más demoledor para un Estado que se fundamente en la democracia y la equidad que eludir o burlar a la justicia? Con cuánta razón alguien decía que “la impunidad es el primer síntoma de la conversión de un Estado en Corruptocracia.”

Mientras existan personas que, impunemente, quebranten o vulneren la ley, o instituciones, gobiernos o grupos de poder que por intereses mezquinos y sórdidos se hagan los de la vista gorda frente a cualquier tipo de ilícitos, ningún régimen político, ninguna estructura organizativa de partidos, ningún sistema electoral, ninguna rama del poder judicial o del sistema de seguridad bien sea del orden civil, policial o militar, podrá ser garantía para la estabilidad o, incluso, la viabilidad de la nación que así lo permita.