lunes, 14 de junio de 2010

Desmemoriados, recordad la memoria

Por Germán Uribe
guribe3@gmail.com

A la memoria podría señalársela como la gran alcahueta, como la impecable e implacable celestina del tiempo. Y también, desde luego, como su gran preservadora, porque es precisamente la memoria la que le da vida al transcurrir de las horas, o de manera explícita, a lo que llamamos tiempo. No deja de ser por lo tanto un poco simplista y curiosa la definición que de la memoria nos trae la enciclopedia: “En los seres dotados de conciencia, capacidad de recordar hechos pasados, como pasados”.

Pero esta facultad que tiene el hombre para recordar y conservar las huellas de los instantes y los tiempos que pasan, se va perdiendo en el individuo con el correr de sus años, producto ello de su natural deterioro biológico. Escuchando al irreverente Camilo José Cela -vigoroso, rocoso, recio, inteligente, apasionado-, me asombré alguna vez de su capacidad para conservar la memoria. A su sorprendente terquedad octogenaria con ese temperamento suyo entre rabioso y feliz, y aunque ya en el definitivo declive hacia la muerte, parecía todavía el niño que está en el pleno ejercicio de descubrir el mundo y de aprender y memorizar sobre las cosas. Y todo lo que decía, no importaba si su referencia apelaba a tiempos ya muy remotos para él, parecía haberlo vivido o aprendido la víspera. Admirable ejemplo que nos deja conturbados e intranquilos, pues somos conscientes, día tras día, afán tras afán, de que vamos aceleradamente perdiendo la nuestra. Es claro que si no se la ejercita ésta se pierde o disminuye. Una memoria bien ejercitada no tiene vejez; lucha, batalla y en veces logra vencer el desgaste natural del organismo humano cuando éste afecta por completo nuestro ser. Es, de lejos, bien adiestrada y cultivada, uno de los pocos atributos exultantes que la vida nos permite conservar hasta el umbral de la muerte. Todo lo demás en nuestro cuerpo y vida, es desechable. Y con todo y que Menéndez y Pelayo la hostigaba llamándola “el talento de los tontos”, a uno no le queda más remedio que admirar a quienes la poseen y bendecir la poca que nos queda.


Don Quijote pensaba en la memoria, y con toda razón en su caso, como en la enemiga mortal de su descanso. Pero a nosotros su dispersión, su mengua, su agotamiento, nos produce precisamente todo lo contrario y termina no dejándonos vivir en paz. No porque necesariamente sea sabio y recto y justo el “memorista”, no, sino porque difícilmente puede llegar a ser lúcido o ponderado quien la haya perdido.

Vivir sin memoria no solamente nos hace idiotas e inútiles, vivir sin memoria, en un mundo tan “vivo” como el nuestro, nos convierte en unos “muertos” más.

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