domingo, 23 de mayo de 2010

La opresión de las máscaras

Por Germán Uribe
guribe3@gmail.com

No creo fácil encontrar a una persona que vaya por ahí exponiendo su verdadero rostro. Todos, desde la infancia, vamos forjándonos una máscara con la cual nos esforzamos por mostrar la identidad que quisiéramos que los otros nos reconocieran. Es una máscara que llevamos hasta la muerte y que en el discurrir de nuestra existencia y de acuerdo con las acontecimientos y escenarios de tipo social por los que habremos de pasar en nuestro periplo vital, va cambiando de estilo, de forma, de colores. Pero, ay, de nosotros, si la dejamos caer o desvanecerse y con ello se evidencia nuestro verdadero rostro. Podría acarrearnos, más que una vergüenza, un golpe mortal al orgullo y a la propia naturaleza de la que estamos verdaderamente hechos, minando de paso nuestras fuerzas para seguir en la trivial y tremendista representación. Cuando aquella máscara se desdibuja o desaparece, cuando la retiramos en la intimidad por cualquier razón y nos vemos abocados a reconocernos a nosotros mismos sin ella protegiéndonos, casi siempre tendemos a cerrar los ojos o a imaginarnos con una máscara sustituta que nos libere de la atroz desazón que puede causarnos la autenticidad de este rostro ya no encubierto.

El hombre siempre ha llevado una máscara consigo que le sirva de amparo y escudo contra sus propios miedos y debilidades. Fingir es parte esencial de su naturaleza y del temperamento de los humanos y es probablemente eso lo que con mayor fuerza y rigor nos diferencia de los animales. Cuando los individuos desechen la apariencia artificiosa como un arma para sobrevivir y superarse, probablemente se sobrecogerán, pero aquella autenticidad descubierta sin camuflajes tenderá, lenta pero armoniosamente, a recobrarles sus valores y a encontrar objetivamente su definitiva y única dimensión. Sabrán de sus verdaderas posibilidades y a partir de ellas, siendo ellos mismos, sin maquillajes, con toda seguridad se encontrarán siendo mejores hombres. Satisfechos consigo mismos y frente a los demás. Cuánta razón no tuvo Johann W. Goethe cuando afirmaba que el hombre se cree siempre ser más de lo que es, y se estima en menos de lo que vale.

¡Qué poca estima hay en quienes recurren a las artimañas de la simulación!

Se cree ser más de lo que se es socorrido y alentado por aquella careta que intenta ajustar con la precisión y la puntualidad que sus ambiciones o flaquezas le reclaman. Pero se estima en menos de lo que vale cuando las circunstancia lo llevan a desprenderse de sus retoques y se ve a sí mismo al desnudo. Y ni qué decir cuando se ve sorprendido por la curiosidad, o la crueldad, o el rigor crítico de su congénere despojándosela o denunciándosela ante los otros. Por eso la lleva con cautela evitando a todo trance que pueda ser desprendida por las manos o por la mirada de sus semejantes. Cuidan más a su máscara que a su espíritu. Muchas veces le venden el alma al diablo a cambio de una empaque, de una envoltura que se ciña a su codicia y que le proteja de su fragilidad.

La máscara es el insignia de la inautenticidad pegada al rostro de los hombres, máscara la cual, sépase bien, sólo se disipa con la muerte.

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