viernes, 20 de julio de 2012

Para derrotar la droga… ¡legalizarla!

Por Germán Uribe

Cuando en 1970 durante la presidencia de Nixon los Estados Unidos declararon la guerra contra las drogas, nunca se imaginaron que esta no solo sería una de las más inútiles, contraproducentes y prolongadas de todas las guerras que han provocado, sino que, con graves perjuicios secundarios, cuyo efecto es ya de incalculable envergadura en todos los rincones de la tierra, sus diversos costos superarían con creces las tantas otras convencionales en las cuales han sido iniciadores o protagonistas. Y lo saben, pero lo niegan o callan. Su asombrosa terquedad va en contravía de la historia y es cínica, impúdica e irresponsable. Además, como lo dijimos hace algún tiempo en esta misma columna, mientras persistan en el prohibicionismo, combustible y atizador de esta guerra, y fuente económica del narcotráfico al que hace cada vez más osado y violento y, ¡oh paradoja!, menos vulnerable, su determinación a continuarla la hará prevalecer como una cruzada ineficaz y absurda.


Sus resultados, a más de negativos, son contrarios a su fin: la producción de narcóticos crece día a día, sus altos precios en el mercado no han podido desestimular su consumo, ni su criminalización ha logrado vencer las adicciones o la curiosidad de los usuarios. Y pese a lo que ciertas autoridades gringas han venido afirmando en el sentido de que la guerra tiene un acento mayor en el combate contra el consumo interno en su país, creemos que su estrategia global está condenada a fracasar hasta el día en que resuelvan superarla con un replanteamiento que les haga optar por asumirla como un palpitante problema de salud pública, abandonando su financiamiento y apoyo a la represión policial y militar, a las fumigaciones nocivas e indiscriminadas y al aporte tecnológico y guerrerista con que creen poder ganarla.

La drogadicción, como el alcoholismo, es básicamente un problema social y de salud pública. Y los viciosos no son un ejército en pie de lucha, son simplemente unos enfermos a quienes han querido “curar” a punta de cárcel y metralla.

Y aunque este no es lo que pudiéramos llamar el problema social de nuestro tiempo, como sí lo son el hambre, la pobreza y la desigualdad, no cabe duda de que los ingentes recursos económicos, técnicos y militares que se derrochan en ella, están distrayendo los esfuerzos que la potencia del Norte debería encausar hacía soluciones que mejoren las condiciones de vida de los pueblos menos favorecidos del planeta.

Como se ven las cosas, el auge de esta guerra viene intensificando la violencia y destruyendo los ideales de paz, progreso y bienestar de numerosos países, entre ellos y de manera significativa, Colombia y México.

A diferencia de lo que ya esbocé en otras oportunidades, ahora intentaré ceñir mi opinión a unas razones muy concretas para insistir en la urgencia de que la legalización de las drogas se convierta en una realidad impostergable o, al menos, en el punto de partida del debate sobre la manera de confrontar su peligro, partiendo de la conciencia, ya casi generalizada, de que hay que hacer algo, ya, para sobreponernos al temor de que si dejamos de lado una guerra frontal, sangrienta y depredadora contra el hombre y el medio ambiente, como lo es esta, estaríamos cediendo terreno para que esta peste moderna termine por liquidar a nuestra sociedad, idiotizándola, enfermándola y finalmente matándola.

Veamos pues, uno a uno, varios de los argumentos que me han llevado a concluir que únicamente con su legalización podemos superar sus desastrosos efectos:

El alcohol y el tabaco se instalaron en las costumbres sociales sin que esto significara el fin de la especie humana.

Como prohibición de una elección personal que es, se vuelve restrictiva y por ende atentatoria de las libertades individuales. Anticipo que lo digo en términos filosóficos antes de que me lluevan cursis refutaciones.

Los inestimables recursos económicos destinados para combatir la producción, el tráfico y el consumo bien podrían trasladarse a la inversión social y a la lucha contra la criminalidad.

El lucro excesivo de su negocio necesariamente se vendría a pique.

Su producción quedaría regulada y su calidad, dosis y alcances controlados.

La corrupción en la política y en los poderes públicos se vería mermada.

Los tentáculos de la represión para controlarlas o eliminarlas dejarían de infringirles a las gentes de bien efectos colaterales.

El liderazgo por parte de los Estados Unidos en esta guerra dejaría de ser un pretexto para inmiscuirse en el resto de países del mundo quebrantando su independencia y soberanía.

En definitiva, su ilegalidad se convierte en un fascinante reto para productores, comercializadores y consumidores. “Lo lícito no me es grato; lo prohibido excita mi deseo”, sentenció Otto Wagner. Y alguien más nos advirtió: “Lo prohibido tiene un sabor misterioso hasta que se hace costumbre”. Y eso es precisamente lo que no queremos.

En fin, hagamos este ejercicio un tanto surrealista: si también prohibieran el sexo, ¿qué piensa usted que pasaría? ¿La población mundial se multiplicaría llegando a niveles impensables? ¿Su práctica alcanzaría el primer puesto en el consumo humano de “bienes” y “servicios”? ¿La tentación recurrente por quebrantar lo prohibido haría de los impotentes adictos sexuales incurables? ¿El negocio de los condones superaría las cifras de facturación de Wal-Mart?

Seamos serios, aceptemos de una vez que el fin de la guerra contra las drogas y sus catastróficas consecuencias comienza indiscutiblemente con su legalización.


*Escritor
guribe3@gmail.com




La mujer y su victimización sistemática

Por Germán Uribe
guribe3@gmail.com

Desde diversos flancos, la mujer colombiana viene siendo sometida al acoso. Y ello ha sido una constante invariable a todo lo largo de nuestra historia, solo que, ahora, con mayor frecuencia y brutalidad dados los caóticos tiempos del conflicto armado por el que atravesamos. Y que nadie se engañe: su suerte entre nosotros como seres de “segunda” es una realidad que la viene golpeando en todos los ámbitos de su existencia. Y su intrépida lucha por la reivindicación y el reconocimiento de sus valores, aún no ha dado los frutos requeridos para ubicarla en el plano de igualdad que desde siempre ha exigido.



A su condición de madres, origen y fundamento del concepto de familia, parece ser que no le queda otra compensación que la del orgullo de ser procreadoras y la satisfacción del amor que derrochan por aquellos hijos venidos de sus entrañas. En tan limitado escenario hay quienes quisieran verlas durante su periplo vital. Y tan es así, que el reclamo suyo a sus derechos de ser partícipes activas y en pie de igualdad dentro del conjunto de la sociedad, todavía, ¡quién lo creyera!, se mira con recelo y desconfianza. No de otra forma se entendería la inequidad salarial y de oportunidades para el trabajo que las golpea, la esclavitud a la que se las reduce muchas veces, el exiguo o ningún reconocimiento a su enorme aporte social, y lo que es peor y ciertamente inconcebible: el acoso sexual derivado de un machismo cavernario, el aprovechamiento de su debilidad física, la tradicional mirada del hombre que más que sentirse superior a ella, la ve desde su óptica en medio de un ejercicio casi nato y de tradición cultural como a un ser inferior, y todavía no contentos con ello, sus esclavistas decidieron, amparados quién sabe en cuál “derecho” bárbaro, ensañarse en su integridad física y sicológica, abusarlas, vejarlas y violarlas para luego, aún no saciados, asesinarlas.

Tan cruel y real como suena.

Como el espectro es amplio, centrémonos en dos de los crímenes que se cometen con las mujeres y que se desprenden de la “culpa” imperdonable que tienen de pertenecer a su género. El abuso sexual y las violaciones, que por lo que se sabe, pese a que extrañamente las estadísticas respecto a la opresión, violencia y asesinatos de las mujeres son escasas y desordenadas, cada día crecen, son más y más los hombres que participan en ellas y es enorme y desafiante la impunidad que los rodea.

No obstante las dificultades para hallar cifras, he logrado reunir estos referentes estadísticos que estremecen: Profamilia, en 2005, advertía que más de 722 mil mujeres y niñas entre los 13 y 49 años habían sido violadas una o más de una vez en su vida. Medicina Legal confirmó que en 2011 fueron denunciadas más de 20 mil violaciones. Para la Fiscalía la cifra anual de agresiones sexuales está cercana a las 200 mil, mientras que de acuerdo con el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, en Colombia cada media hora se presenta un abuso sexual contra menores. Y en un trabajo multimedia de El Tiempo, Casa Editorial, denominado “Profesión: Mujer, Ni un abuso más”, se hacía mención a que “cada 6 horas, una mujer colombiana es abusada por causa del conflicto armado y un promedio diario de 245 son víctimas de algún tipo de violencia. Entre el 2001 y el 2009, más de 26.000 mujeres quedaron embarazadas a causa de una violación, y en la última década cerca de 400 mil fueron abusadas”. Y agrega: “Acción Social tiene registradas más de 1.950.000 desplazadas: el 30 por ciento salió de sus hogares por violencia sexual y el 25 por ciento volvió a sufrir abuso en los lugares de refugio”.

La violencia de género entonces, y en particular las violaciones de las que vienen siendo víctimas impotentes las mujeres colombianas, acosan nuestra conciencia y exigen una respuesta inmediata y contundente de parte del Estado y de la sociedad.

Al gobierno le cabe la obligación de combatir esta epidemia social intensificando su campaña de invitación a las mujeres a que no duden en denunciar las violaciones, lo que ocurre en la mayoría de los casos, bien por el temor a que no les crean, o por vergüenza, o porque se sientan culpables, o porque terminen siendo señaladas como “provocadoras” de tal atrocidad.

La experta sicoterapeuta Doris Forero sintetizó brillantemente el meollo del problema con estas palabras: “Cuando construimos la sexualidad siempre la construimos desde afuera, desde lo que piensa la sociedad, lo que piensa el mundo, y no desde adentro, de lo que somos y construimos como mujeres. Culturalmente nos siguen golpeando durísimo, porque no nos han educado para nosotras sino para los otros”.

De tal forma que, como expresión netamente cultural, ni la castración química, ni la cadena perpetua, ofrecidas con tanta pasión como improvisación por quienes con toda razón buscan desesperadamente el remedio, podrían acabar con esta crueldad.

Como en este y tantos otros casos de males sociales, es a la cultura y a la educación, y a ellas solas, a las que debemos encomendarles la extirpación de raíz de estos trastornos humanos de victimización sistemática del género femenino.

*Escritor
guribe3@gmail.com