domingo, 25 de marzo de 2012

Mi biblioteca por una sonrisa

Por Germán Uribe

Hace mucho tiempo decidí para mis libros un destino que me redimiera del egoísmo, liberándome a un mismo tiempo de la mezquina ostentación implícita en la exclusividad de su posesión. Aquellos volúmenes, al pertenecerme e ir creciendo en cantidad, me conferían una condición de privilegio y codicia, mientras percibía, de este modo, que al negar a los otros el derecho que yo me arrogaba, me convertía en aquel pequeño burgués cuyo discurrir vital oscila entre el buen vivir y el acaparamiento de lujos y prebendas. Cada mañana me sentía, pues, urgido a escapar de la mala conciencia que ello me provocaba.

Los libros que venía acumulando desde mi remota infancia no podían quedarse eternamente inmóviles, petrificados en el sacro recinto personal e íntimo que había dispuesto para ellos. Entonces, al no haberlos considerado nunca como “propiedad privada”, “acumulación de riqueza” “ahorro” o “negocio”, tal un acopio de valiosas mercancías, sabía que su inexorable futuro no era otro que el de constituirse en bienes públicos con funciones de servicio social, o en actores de cambio para el progreso cultural no sólo mío sino de la comunidad en general.

A contracorriente de una idea común muy arraigada, siempre sostuve la tesis de que los libros, la cultura y las creaciones literarias y artísticas, en una sociedad justa, debían rebasar la categoría de producción individual con valores y fines comerciales. Son, y a ello me atengo ahora, bienes sociales que deben concernirnos a todos. Y al Estado, en tal caso, cabe la obligación de velar por la financiación de un status digno para los trabajadores de la cultura, creadores y artistas en sus múltiples campos sufragando, igualmente, todo lo material de sus obras, difundiéndolas y acercándolas, sin costo alguno, al gran público.

De tal suerte que, durante estos tantos años vividos, mientras enriquecía mi biblioteca, daba por un hecho que no me pertenecía.

Entendía que esos más de 5 mil libros que la conformaban, convirtiéndola en ese “mundo atrapado en un espejo” al decir de Sartre, era de por sí un enorme testimonio sin el cual la memoria del hombre estaría perdida, y un maravilloso compendio de letras e ilustraciones con que el destino y la perseverancia me habían favorecido para que, dada la hora, esta misma hora de hoy, hiciera lo que tenía que hacer: regresarla a sus verdaderos dueños, el pueblo, cuyos escasos recursos económicos los ha llevado a privarse durante tanto tiempo del sagrado derecho a disfrutar de los libros, en libertad y de manera gratuita.

Al asumir las gentes la calidad de depositarios y afortunados usuarios de esta biblioteca, con certeza sé que les llegó el momento de que el más expedito medio transmisor de la educación, la cultura, la información, la investigación y el esparcimiento, en adelante, ya no les será oneroso, ajeno, ni remoto.

La ciencia y la cultura universal, y la memoria histórica, están en camino a instalarse, para su comodidad y con justicia, a la vuelta de la esquina de las casas de estos hombres y mujeres, niños y ancianos que colman el sector más poblado de Ibagué.

Durante los últimos 15 años me esforcé porque alguno de sus sucesivos alcaldes tuviera la audacia, o al menos la cortesía, de recibirme en donación esta biblioteca. Pasaron los años sin que pasara nada, por lo que, en determinado momento, me vi precisado a enviarle encumbrados padrinos al menos a uno de ellos, para que, sin dilaciones, le diera vida y forma a mi propuesta. Increíblemente, el silencio continuaba enseñándome el rostro de la indolencia y el desinterés. Incluso otro “mejor alcalde”, recientemente, supongo que esquivas en él la sensibilidad y la inteligencia, casi consigue dar al traste con este proyecto al querer medir lo que aún me quedaba de terquedad y paciencia. Sólo ahora, el actual burgomaestre ibaguereño, Luis Hernando Rodríguez Ramírez, sabiendo de la trascendencia y utilidad que representaba el aceptar el ofrecimiento con la consecuente creación de un nuevo polo de crecimiento cultural en la ciudad, actuó en consecuencia.

Nacido en Armenia decidí, no obstante, hacer esta donación a Ibagué, porque fue ella, la Capital Musical de Colombia, la que me acogiera con magnanimidad y calidez desde mi más temprana edad, la que me brindara el privilegio de adelantar mi bachillerato en ese espléndido e histórico colegio de San Simón, y la que también me inspirara y animara en los inicios de mi vocación de escritor y periodista, amén del frenético rumbo de bibliómano incontinente que, gracias a ella, se me avivara desde entonces allí.

Así, pues, le devuelvo a Ibagué, con inmensa gratitud, una pequeña parte de lo que Ibagué me dio e hizo por mí.

Y en cuanto a la ubicación definida para esta biblioteca, escuchando las bien fundamentadas argumentaciones de mi viejo amigo Gonzalo Reyes y las de la dinámica Coordinadora del Centro Integral Comunitario, Diana Hoyos, advertí del enorme beneficio que podía prestarle a los más de 100 mil pobladores de los numerosos barrios de la Comuna 8, concluyendo finalmente que mi largo y acariciado sueño de hacer de todos lo que ciertamente no debía ser sólo mío, podría cristalizarse allí en una fascinante realidad.

En esta nueva Biblioteca Pública de la capital del Tolima reposarán en adelante los libros que durante toda una vida leí, conservé, amé, y me hicieron feliz.

Un nuevo paso en dirección al ascenso cultural, un aporte por pequeño que sea a su nivel educativo pero, esencialmente, la alegre paz espiritual de un anciano con uno de mis libros abierto entre sus manos, o la sonrisa de un niño de la Comuna 8 que simplemente los hojea sabiendo ahora que esos libros son suyos, le darán gratificante y fecundo sentido y razón de ser a este legado.

Y a mi existencia, por supuesto.


Finca Alekos, Subachoque
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