domingo, 13 de diciembre de 2009

El marketing de las enfermedades

Por Germán Uribe
guribe3@gmail.com

En septiembre pasado leí a Ignacio Ramonet en la edición en español de Le Monde Diplomatique cuando hacía referencia a las mafias farmacéuticas evidenciando cómo sus grandes grupos entorpecen la aparición de medicamentos más efectivos pero, sobre todo, de qué manera se esfuerzan por desacreditar los mucho más baratos medicamentos genéricos. "Los genéricos -dice Ramonet- son medicamentos idénticos en cuanto a principios activos, dosificación, forma farmacéutica, seguridad y eficacia, a los medicamentos originales producidos en exclusividad por los grandes monopolios farmacéuticos. La Organización Mundial de la Salud (OMS) y la mayoría de los Gobiernos recomiendan el uso de genéricos porque, por su menor coste, favorecen el acceso equitativo a la salud de las poblaciones expuestas a enfermedades evitables."

Bien. Pero existe otro "engendro" -por llamarlo de alguna manera- tan grave o más que el anterior y al que yo llamaría como el marketing de las enfermedades.

Veamos:

El periodista alemán Ray Moynihan publicó en 2005 un libro bajo el título de "Medicamentos que nos enferman". En él, el audaz investigador se va lanza en ristre contra la industria farmacéutica señalándola de promocionar "males inventados", lo que estaría convirtiendo a dicha promoción de "enfermedades fraguadas" en una verdadera mina de oro, no tanto para beneficiar el desarrollo de la investigación científica de la medicina, como para satisfacer el desaforado crecimiento económico de los industriales farmacéuticos.

Y es que para la tesis de Moynihan, y en apoyo suyo, existe el antecedente de un estudio publicado por la revista Nature en el cual se revelaba que "el 70 por ciento de los grupos médicos que elaboraron guías para tratar enfermedades, tenían conexiones financieras con laboratorios farmacéuticos".

Las explicaciones que da el denunciante son muchas y puntuales. Para él, las enfermedades inventadas son aquellas que "transforman procesos naturales o etapas de la vida normales en algo que debe recibir medicamentos", y cita, entre otras, la menopausia, la disfunción eréctil, el colesterol, la calvicie, la timidez, la tristeza, la baja estatura, la pereza, la disfunción sexual femenina, el aumento de peso, la osteoporosis y la andropausia, rematando sentencioso con su implacable dedo acusador: "La mayoría son empresas farmacéuticas y grupos de médicos que aumentan síntomas o crean dolencias. Es un negocio. Para cada droga inventan un mal. Procesos normales como el envejecimiento, el embarazo, el parto, la infelicidad o la muerte tienen un fármaco a su servicio."

Así, pues, y visto lo anterior, hemos creído conveniente no sólo exteriorizar cierta simpatía con esta imputación sobre las "enfermedades inventadas", sino unirnos al coro de los pacientes "quejumbrosos" a quienes por otro lado nos está llegando la hora de la confusión total, y esta vez y para el caso al que me referiré, por la "rigurosidad" de la ciencia médica y el "desvelo" excepcionalmente acucioso de sus oficiantes.

Ya no sabemos si está bien el hecho de que los médicos estén alarmando a toda hora a estos pobres esqueletos carnudos y ambulantes que somos, puesto que lo cierto es que, vivir en paz y en armonía con nuestra mente y con nuestro cuerpo, se hace cada vez más angustioso. Todos los días se informa uno sobre los peligros de todo. Poco queda ya en este planeta globalizado que no sea nefasto para la salud.

Porque, en concordancia con lo del negocio de las enfermedades inventadas y la "rigurosidad" médica orientada hacia el consumo masivo de todo tipo de drogas y toda clase de "chequeos", está aquella popularizada y cada vez más extendida expresión de que, "todo hace daño." Parece que estamos condenados, si queremos vivir sanos y un poco más del tiempo que a la naturaleza le dio por ofrecernos, a beber agua natural e ingerir comidas crudas acompañadas de frutas y verduras.

Ahora bien, para nuestros facultativos, numerosos de los actos que ejercemos a través de nuestro cuerpo, o la mayoría de los que emprendemos desde nuestro autónomo y ávido sistema digestivo, nos están llevando a incubar enfermedades gravísimas… acaso letales. Y le agregan a esto, con aquella inapelable expresión austera de siempre, la falta de ejercicio, el estrés, el dormir poco o mucho, los abusos de la sal, la grasa o el azúcar, etc.

Por ello, y para completar este cuadro quejoso de "paciente" impaciente, por nuestra terquedad en consumir lo que nos agrada y vivir como mejor nos plazca, es que estamos condenados a visitarlos constantemente.

Lo que ellos quisieran es que cada seis meses el "chequeíto" no falte: el corazón, el hígado, los pulmones, el colon, la vejiga, los huesos, los riñones, la columna vertebral, la vista, los senos, el útero, los dientes, la laringe, el esófago, el páncreas, la próstata, en fin, todo aquel órgano de su cuerpo que todavía ellos mismos no nos lo hayan mutilado.

De tal modo que vámonos preparando para sortear el acecho permanente a que nos tienen sometidos hoy en día todos los neumólogos, neurólogos, ginecólogos, urólogos, odontólogos, cardiólogos, pediatras, proctólogos, oftalmólogos, dermatólogos, oncólogos, ortopedistas, gastroenterólogos, endocrinólogos, hematólogos y quién sabe, como van las cosas en este siglo XXI, cuántos especialistas más.

Mi protesta va, entonces, contra los costosos remedios que dicen "prevenir" o "atacar" los males de los que la madre natura, en su enigmática sabiduría, nos proveyó en mala hora; contra el "constreñimiento" alimenticio y la "opresión" sobre nuestra movilidad corpórea y nuestro estilo de vida y, por último, contra el "apremio" por tener que consultar tan a menudo, y ya sin tiempo ni dinero para lo demás, a esa interminable, infinita lista de especialistas en todo.