domingo, 1 de noviembre de 2009

La fuerza del silencio

Por Germán Uribe
guribe3@gmail.com


Hase de hablar como un testamento,
que a menos palabras, menos pleitos.

Baltasar Gracián


Hay una protección infalible para quienes desconfían de sí mismos, para aquellos con la autoestima tullida y el valor en muletas: el silencio. Siempre he pensado que el silencio tiende a reflejar dos situaciones, o una total ignorancia, o una magnífica prudencia docta. Sin embargo, pese a ser paradójico, no invariablemente es válida aquella antigua y sonada fórmula de que, quien calla, otorga. Hacer buen uso del silencio, exigirse un aprovechamiento en él, y de él, es una condición que sólo saben gestionar y adoptar los sabios. Un silencio oportuno, y al mismo tiempo coherente, puede salvar y hasta obsequiarle una buena dosis de prestigio al ignorante, y al sabio, indefectiblemente, lo conduce a refrendarlo como tal y a que se le reconozca así. Es más probable que callando nos protejamos de caer en el ridículo, a que confesemos con el silencio nuestra incultura.

Hace poco escribía a este respecto en mi columna “Esquinazos” de los miércoles en “La Patria”: “Si lo que dices no mejora tu silencio, cállate”.

Y es que el silencio, asimismo, vigoriza y remoza el espíritu y puede hacernos grandes por dentro a nosotros mismos, frente a nosotros mismos y frente a los ojos de los demás. Con razón se dice que después de la palabra no existe nada más poderoso, y que si con la palabra demostramos nuestra supremacía frente a los animales, con el silencio podemos demostrarnos a nosotros mismos que somos mejores que ellos y cuántas veces no, mejores que los demás de nuestro mismo género. Pero es que también hay mucho más: ¿No llega en muchas ocasiones a tener más fuerza, imperio y soberanía un silencio oportuno y puntual, que una perorata brillante?

¡Ah!, el silencio..., siempre virtud.

Y virtud extrañamente onerosa y difícil si tenemos en cuenta que sabiendo ya de sus inestimables dividendos, de sus sorprendentes frutos, sin embargo, nos la pasamos transgrediéndolo, haciéndole esguinces, abandonándolo... Virtud ésta, pues, tan gravosa y difícil, como lo pueden ser la simplicidad y la sencillez que sólo se logran, en ocasiones y no por igual en todo el mundo, en la vejez, en aquella edad cuando tal vez... ya para qué. Y es que hay que decirlo de inmediato: el silencio, como la sencillez, encubre las debilidades y tamiza las impotencias del hombre.

Paradoja, contradicciones. Temor o seguridad. Refugio cálido e inexpugnable, amenaza, superioridad, solidez. Cuán económico y ordinario es a veces, pero también, cuán refinado y costoso podría llegar a serlo. Oro puro esta vez; estiércol del diablo y vergüenza, aquella. Pero igualmente arma certera, cuchillo filoso, cachetada concluyente, desagravio y revancha rotundos. O si no, ¿por qué aquello de que puede ser funesto para la “existencia” de un hombre el tejido de un silencio a su alrededor?

Eliot repetía a quien quisiera oírlo, y pocos fueron, que bendecía al hombre que, no teniendo nada qué decir, se abstenía de demostrarlo con sus palabras, y Calderón, en “La vida es sueño”, nos lanza esta formidable sentencia:

Cuando tan torpe la razón se halla, mejor habla, señor, quien mejor calla.

¡Pero cuán difícil es saber gobernar este silencio!